Cortijo Balzaín, La Zubia, Granada. 1947

Aquellos primeros cinco años de la familia Ros en el Cortijo Balzaín no fueron fáciles. Los cambios tan grandes no suelen serlo. El aislamiento del cortijo no era tanto en las épocas estivales, pero los inviernos eran largos, fríos y nevados. Por eso el patriarca volcó sus esfuerzos en hacer lo más autónomo posible la vida allí. Contrató a tres ayudantes para que realizaran las tareas propias del campo y del ganado. Estos ayudantes se trasladaron al cortijo a vivir con sus mujeres, que también fueron contratadas para las labores de casa y cocina. La vida, así, llegó con fuerza al cortijo, pasando de ser una finca abandonada a un trajín de trabajadores. Se labraron varios huertos y se acondicionaron varias estancias de La Fuente para vacas y cerdos. En poco tiempo, la comida que se servía en la mesa de todas las familias que allí vivían, provenían del propio cortijo.

Al mando de todos ellos, Bartolomé contrató a un capataz. Un hombre que bien merecería su propia historia. Soldado en la guerra civil, asombraba a los chavales con sus historias, anécdotas y adivinanzas. Durmió con muertos y corrió contra balas de cañón; y sin haber pisado nunca una escuela, era un hombre tan sabio como arrugado. Autodidacta y bonachón, se llamaba Antonio y le apodaban “Pollete”, pues cuando no estaba trabajando, se le podía encontrar a la entrada de su casa sentado en un pollete. Tanto es así que en la pared exterior de su primera casa en el cortijo, colocó un espejo para afeitarse. Y fuera verano o invierno, él salía, ponía un pié en el pollete, se estiraba la piel y se rasuraba con parsimonia. Hoy en día ese espejo sigue ahí, reflejando el recuerdo de Antonio El Pollete , que amó al cortijo desde el primer día. Yo siempre he pensado que se sentaba ahí para deleitarse y sentir aquella tierra, y un trocito de vida se le rompió cuando su edad le obligó a jubilarse.

En cuanto a la familia Ros, se adaptaron más o menos bien. Bartolomé debía ausentarse bastante para seguir al frente de su incipiente empresa, así pues quedaba el gobierno de la casa en manos de su mujer, que con firmeza, amor y diligencia solventó de manera notable cualquier asunto de relevancia.

Los inviernos se hacían algo largos, el frio minimizaba la vida exterior. La nieve bloqueaba los caminos y el cortijo quedaba aislado por completo. Pero el verano lo compensaba todo. En aquellos años donde la tecnología era un utopía, cualquier pasatiempo surgía de la imaginación de los niños.

Hacia 1946 los dos hijos mayores de Bartolomé fueron enviados a estudiar a Madrid. Quedaron en el cortijo Charly, Gonzalo, Pedro y las dos chicas, Maribel y Rosa, más que suficiente para pasarse el día jugando y peleándose…

Uno de los juegos favoritos de los chicos consistía en los ya olvidados Indios y Vaqueros. Charly, que ya contaba con 14 años, repartía los papeles de manera algo interesada. Evidentemente él era el héroe del Oeste y debía salvar a las dos damas ―Maribel y Rosa― que habían sido raptadas por malvados indios ―Gonzalo y Pedro―. Y teniendo todo el cortijo, con llanuras, valles, barrancos y riscos, poco había que esforzarse para imaginar que aquello era cierto. Pero los chicos le daban una vuelta de tuerca, Charly se disfrazaba con unas botas camperas, unos jeans, camisa y robaba un chaleco a su padre. Se armaba con una carabina del 22, arma pequeña, pero real, y le entregaba unos palos con cuerda a sus hermanos para que hicieran de Arcos. La maderera a penas se doblaba y las flechas ―sin puntas― debían lanzarlas ellos con la mano. Charly era el mayor y no cabía demasiada protesta, no había más que hablar. Gonzalo, algo flacucho, y Pedro, grandullón, para teatralizarse, se descamisaban, se ataban cuerdas y plumas a la cabeza y se descalzaban incluso. Las chicas, a escondidas de su madre, se vestían con vestidos de domingos y así, de tal guisa, se esparcían por el cortijo.

Charly era un vaquero rudo y vengativo, se metía tanto en el papel que cuando encontraba a los indios y los capturaba, les hacía verdaderas torturas ante el deleite de las damiselas. Más de una vez el Pollete encontró a sendos indios con troncos atados a las manos y a la espalda mientras daban vueltas de rodilla en el llano de tierra de la entrada. Era muy tradicional la tortura de cerillas encendidas bajo las uñas, todo fuera por confesar el rapto…

Mi abuela, es decir, su madre, yo creo que hacía la vista gorda porque sabía que, indios incluidos, los chicos lo pasaban pipa y eso bien valía pieles torradas y uñas chamuscadas. Pero ocurrió un día algo que no pudo dejar pasar.

Charles, el gran pistolero del oeste americano, armado con su infalible rifle, seguía la pista de los malvados indios por el camino que sale de la fuente hacía las cadenas (antigua entrada del cortijo). Antes de llegar a la Calzada, divisó a los perversos pieles rojas a unos 150 mts al otro lado del barranco.

―¡Alto canallas! ―les gritó. Pero los indios, con sus característicos gritos de guerra, desafiaron al audaz héroe.

―¡Alto o disparo, estáis advertidos! ―repitió recibiendo la misma respuesta. Entonces Charly se llevó la escopeta al hombro. Era muy consciente de que, aun siendo un juego, aquello era un arma de fuego y estaba cargada, por lo que decidió apuntar a los indios, pero muy por encima de ellos, no fuera a ser que por un accidente…

―Buuummm ―aquél disparo resonó en el barranco. Instantes después un alarido fue la respuesta y uno de los indios cayó al suelo retorcido de dolor.

―¡Ja! ¡Te dí, asqueroso piel roja! ―dijo algo sorprendido por la gran actuación de Gonzalo.

―¡Si, idiota! ¡Le has dado! Pero de verdad ―gritó Pedro que se agachaba sobre su hermano.

―Ay ay ay ―gritaba Gonzalo retorcido de dolor.

―Pero qué dices… ―Charly no comprendía aquello, era imposible, pero precisamente su cuidado por evitar un accidente al apuntar más arriba propició que la física y la mala suerte aparecieran. Había dado la altura exacta para que el balín describiera una parábola perfecta hasta alojarse en el hombro del pobre piel roja… ― ¿De verdad? ―dijo ya preocupado..

―¡Que sí, Carlos! ―gritó mientras aparecían las chicas que andaban amordazadas en la guarida de los indios.

―¡Pero qué has hecho, loco! ―gritó Maribel.

Y el gran pistolero, héroe en otras historias, pasó a villano sin haberlo ni imaginado. Al poco reaccionó.

―¡Id trayéndole que voy a por Pollete! ―y como si el demonio le persiguiera, Charly el villano corrió en busca de Antonio.

Y así quedaba esa escena, Pedro, un mozo que estaba más cerca de un vikingo por su tamaño que de un indio, llevando a rastras a Gonzalo, que no lo hacía mal de indio, pero éste era más de Gentleman ingles que otras cosa, desgañitándose de dolor, quizás más de lo aceptable, pero a mí no me han disparado un balí, hay que decirlo… y las dos damiselas que en el fondo tenían el carácter de la Rotenmayer, enfurecidas y locas contra el que debía ser su héroe…

Así los encontró Pollete y Charly cuando llegaron a ellos. Harto estaba Pollete de ver heridas de bala, pero aquellos niños eran como sus hijos, así que fue corriendo hacia Gonzalo para estudiar la herida. Su rostro se relajó al verlo.

―Bah, eso no es ná ―dijo con su cerrado acento granadino. Gonzalo le miró de soslayo sin haber dejado de gritar.

―¡Quema! ―gritó.

Venga, sube a la burra, vamos pa casa – dijo cogiéndole en brazos―. A ver vuestra madre… ―y aquello heló la sangre y alaridos de todos. Rosa era una mujer muy buena, pero la vida allí y las circunstancias le habían obligado a ser firme con los chicos.

Al rato llegaron a la casa grande. Charly fue el encargado de adelantarse para ir preparando la noticia. Cuando llegaron el resto, ella esperaba en la cocina con mirada de circunstancia.

―A ver qué ha pasado, jodios ―dijo. Pocas palabras malsonantes decía la abuela, pero jodíos era una excepción que ya nos resulta hasta cariñosa.

Al ver la espalda de Gonzalo, no dijo nada. Una mirada bastó para decirlo todo. Charly no sabía donde meterse, pero ante el asombro de todos, con tranquilidad y la ayuda de Pollete, entre los gritos de Gonzalo, curaron la herida. No había bala, cualquiera lo hubiera dicho por las muestras de dolor de Gonzalo, se trataba tan sólo de una buena quemazón por el roce de la bala.

El castigo se lo llevaron, está claro. Y Gonzalo estuvo sin hablar con Charly por lo menos… 2 horas. Tras aquél insufrible tiempo, se les ocurrió cualquier otro juego o aventura y todo volvió a la normalidad, seguramente su otro pasatiempo favorito, los Mafiosos y Policías. Subidos en los coches que su padre guardaba en el garaje y disparándose en una temible persecución, esta vez sin balines ni heridos, claro.